Este día el Evangelio según san Mateo nos advierte para que tengamos cuidado de no caer en la hipocresía, para que busquemos la rectitud de intención, que sólo quiere agradar a Dios y no busca el aplauso de los hombres.
El pasaje evangélico nos manda a vivir la fe con espíritu, con intención pura. El Señor Jesús nos dice que ni siquiera la mano izquierda se debe enterar de lo que hace la derecha.
Dios quiere que nuestra nuestra ofrenda, sea un sacrificio hecho con generosidad y no un cálculo de intereses: quiere que nos demos a Él, que nuestra ofrenda se la ofrezcamos sólo a Él.
Cuando esperamos la recompensa humana del agradecimiento es seguro que se ha metido en nosotros la soberbia, que necesita que parte de la recompensa sea nuestra.
Recordemos que la soberbia es la puerta por la que más fácilmente entra el diablo a nuestra vida, y de allí empieza toda rebeldía y distanciamiento con Dios, en un camino que lamentablemente lleva a la pérdida de la Gracia, a la muerte del alma.
Por todo ello debemos tomar muy en serio esta advertencia del Señor, y tener como nuestro mayor tesoro el cultivar una humildad sincera con la ayuda de la oración y la vida de sacramentos.
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Ahora bien, este mandamiento a más de uno le ha suscitado una duda:
¿Cómo conciliar esta instrucción de hacer las cosas discretamente y fuera de los ojos de los hombres, con el llamado que hace el Señor a ser Sal y Luz del mundo?
La supuesta contradicción se resuelve atendiendo a la intención con la que cada cosa se hace.
La invitación del Señor es que: » brille así la luz de ustedes antes los hombres para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos».
Es decir, Cristo nos llama a dar un testimonio de un otro, de Dios, y no a un testimonio de nosotros mismos. El Señor nos pide reflejar una luz ajena, la de Dios, y no nuestras propias oscuridades.
Pidamos al Señor recordar siempre que el mejor ayuno es siempre hijo de la misericordia y hermano de la humildad. Y repitamos en nuestro corazón las enseñanzas de San León Magno:
«Cada uno debe saber bien que él mismo es un pecador, y que para recibir el perdón, debe alegrarse de haber encontrado alguien a quien perdonar.
Así, cuando según el mandamiento del Señor, diremos: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12), podremos estar seguros de obtener la misericordia de Dios.»
Que así sea.