“Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran… Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre”.
Los escribas (los sabios del tiempo de Cristo), acusaban al Señor de actuar por el poder de los demonios.
Ya no podían negar los numerosos milagros que ocurrían frente a la vista de todo el pueblo de Israel. No podían hacer cómo aquellos familiares de Jesús que lo tenían por un exaltado o un loco.
Veían en Jesucristo un poder deslumbrante. Pero no reconocían su divinidad, sino que por el contrario decían que sus poderes venían del demonio.
Esto es llamar mal al bien, decirle demonio a Dios, negar lo que el Espíritu Santo nos hace naturalmente reconocer como bueno. No por decir que la persona de Cristo fuera esto o aquello, sino por negar el Espíritu divino que inspira toda la enseñanza y los milagros del Señor.
Este es el pecado contra el Espíritu Santo, que el Señor nos enseña a evitar y del cuál nos advierte que no será perdonado.
Lo que parece una excepción a la infinita misericordia de Dios, que refleja la primera parte de esta frase de la Sagrada Escritura, no es una excepción, sino una condición que viene del amor.
Porque Dios nos ama tanto, que nos hizo libres, nos donó un atributo de la divinidad. La capacidad de elegir. Por ello, ese amor de Dios es tan grande, que nos permite aún elegir apartarnos de Dios, y llegar hasta negar su existencia.
Esto es algo que observamos hoy con tanta frecuencia. Gente que niega a Dios y dicen que no existe. O que creen en un dios energía, un dios impersonal que no se ocupa de nosotros ni nos aconseja y corrige.
O peor aún, reconociendo la existencia de Dios, y sabiendo que en Cristo está su voluntad revelada, eligen vivir como si Dios no hubiera hablado, como si no fuera importante, y sólo prestan atención a su egoísmo, a sus gustos y sentimientos y a nada más.
El Señor nos dice que todo esto puede ser perdonado. Pero, si a esto se agrega el pecado contra el Espíritu Santo, es decir llamar mal al bien, y bien al mal, no tendremos perdón.
Esto significa que si nosotros nos apartamos de Dios, lo negamos o ignoramos, y/o hasta conscientemente lo desobedecemos, podemos aún salvarnos, siempre que reconozcamos que los equivocados somos nosotros y no Dios.
Pero, no nos salvaremos, si además de vivir como ateos o paganos acusamos al Espíritu Santo, que vive en la Sagrada Escritura, en la vida de Piedad en la Iglesia Católica, en los sacramentos, en la enseñanza moral cristiana, viendo todo lo relacionado con la fe como algo negativo.
Así hacen tantos incautos hoy, cuando repiten por todos lados cosas como que el verdadero bien del ser humano es hacer su voluntad egoísta, que dar la espalda a la tradición cristiana ,es señal de modernidad y superación de los complejos de culpa, para finalmente afirmar, como hace el comunismo materialista, que la religión es un invento de los hombres para someter a los débiles. Pensando así, niegan a Dios y se hacen dioses a sí mismos.
Vemos en estas actitudes el colmo del mal uso de la libertad. Ya no sólo para desobedecer a Dios, sino para querer hacernos dioses creados de la nada, que se sienten con derecho a reinventar todo y a juzgar hasta al mismo creador.
Dios nos perdona todo, pero nosotros abrimos la puerta a su perdón con la llave de la humildad. Y desde la humildad podemos distinguir dos actitudes básicas respecto a lo que Cristo hoy nos quiere enseñar.
Para entenderlo mejor podríamos pensar en un niño pequeño que no quiere comer las verduras. El niño sabe que las verduras no le gustan, pero los padres (suponemos unos padres prudentes, moderados y temerosos de Dios) le dicen que las verduras le hacen bien, y que por su salud debe comerlas.
Lo importante no es que el niño obedezca siempre, sino que aún cuando no obedezca, termine por aceptar como buena la autoridad de sus padres y no dude de la pureza del amor que le tienen, aún en los momentos en que lo corrigen y castigan.
En el ejemplo que dimos, puede el niño mantenerse en su oposición, y no comer las verduras, pero al mismo tiempo reconocer que las verduras hacen bien, porque se lo dicen sus padres. Traducido, el pensamiento de este niño sería algo así: “Aunque sé que las verduras hacen bien, no me gustan y por eso no las como.”
El niño hará sus rabietas a la hora de comer y no comiendo bien se hará más susceptible a las enfermedades, pero aún así puede aprender.
Distinto sería si el niño, viendo que no le gustan las verduras, decide pensar que las verduras hacen mal, y que sus padres no saben o no son dignos de confianza. Así pensaría algo parecido a: “Si no me gustan las verduras es porque las verduras hacen mal, y todo el que se oponga a mi gusto es malo, aún mis padres.”
Este niño pequeño además de las rabietas y el daño a la salud, se hará a sí mismo un daño mucho mayor. Por esta manera de pensar no se dejará aconsejar, no aprenderá a aprender, no aprovechará la experiencia de sus padres, ni recibirá correctamente el amor que estos le dan.
Algo así sucede en la blasfemia al Espíritu Santo. No es que Dios no quiera perdonar, sino que la persona que decide pensar y actuar de esa manera, se aleja a sí mismo de la ayuda que Dios quiere darle con todo su amor. Usa mal la libertad y se miente a sí mismo, pasando a creerse el dueño de la verdad, se queda sin la guía de Dios.
Es muy doloroso ver a un niño que no se deja enseñar por sus padres. Pero más doloroso aún es ver a adultos que se cierran a Dios y a su Gracia salvadora, mintiéndose a sí mismos y haciéndose un mal irremediable.
Para estas almas, sólo una oportuna y profunda conversión, que pase por la humildad y el amor al Espíritu Santo y sus manifestaciones, puede devolverles la esperanza de la vida eterna.
Pidamos al Padre del Cielo la gracia de nunca llamar mal al bien, ni bien al mal, y de que, cuando caigamos en pecado, rápidamente reconozcamos nuestro error y la bondad de esa Voluntad divina que a veces no escuchamos o no seguimos.
También pidamos la gracia de saber ser para nuestros hijos, nietos y otros prójimos que el Señor ponga en nuestro camino, un claro testimonio de humildad que no teme reconocer los propios errores por vergüenza o soberbia.
Que así sea.