«El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.»
Esta frase del fragmento del Evangelio que leemos hoy, trae un mensaje que es esencial en la misión de apostolado a la que el Señor llama a cada uno de sus discípulos, empezando por los 12 apóstoles y sus sucesores y llegando a cada uno de los miembros de su Iglesia.
Es clara y simple la enseñanza de este párrafo del Evangelio, y así lo ha dicho la Iglesia por 2.000 años:
«El Bautismo es un sacramento por el cual renacemos a la gracia de Dios y nos hacemos cristianos.
El Sacramento del Bautismo confiere la primera gracia santificante, por la que se perdona el pecado original, y también los actuales, si los hay; remite toda la pena por ellos debida; imprime el carácter de cristianos; nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la gloria y nos habilita para recibir los demás sacramentos.
Hay que llevar a los niños lo más pronto posible a la Iglesia para que los bauticen, porque están expuestos por su tierna edad a muchos peligros de muerte, y no pueden salvarse sin el Bautismo.
El Bautismo es absolutamente necesario para salvarse, habiendo dicho expresamente el Señor: El que no renaciere en el agua y en el Espíritu Santo no podrá entrar en el reino de los cielos.
La falta del Bautismo sólo puede suplirse con el martirio, que se llama Bautismo de sangre, o con un acto de perfecto amor de Dios o de contrición que vaya junto con el deseo al menos implícito del Bautismo, y este se llama Bautismo de deseo.»
No hay que confundir el sano diálogo ecuménico (con las Iglesias protestantes tradicionales, excluyendo sectas modernas supuestamente cristianas) y el diálogo interreligioso (con religiones que no reconocen la divinidad de Cristo).
Este diálogo es posible y sano, como el mismo Señor nos mostró con su milagro hacia la cananea, con sus diálogos con la samaritana, con la parábola del buen samaritano, al ponderar la fe de la Reina de Saba, y describir como la Gracia de Dios obró en la «viuda de Sarepta» y en «Naamán, el sirio».
Pero estos casos que nombramos, era clara la humildad de estos personajes, que aunque provenientes de otras culturas y creencias, se acercaron y tomaron contacto con la Gracia de Dios desde una humildad y un respeto.
Esta es la condición del diálogo ecumenico e interreligioso. Que de ninguna manera debe ser motivo para dejar de evangelizar activamente y hacer de nuestra parte con la oración, con el ejemplo, pero también con la predicación y el diálogo, todo lo posible para buscar la conversión de todas las almas a la verdadera Iglesia de Cristo, la Católica.
Que el Señor nos de siempre la gracia de la fidelidad y el celo apostólico que concedió a sus apóstoles, para que, con San Pablo, podamos decir algún día:
«He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe.» Recordando que el combate es en el campo de las almas, y ha de lucharse con el arma de la caridad y la formación en los principios de nuestra fe.
Pidamos que también podamos algún día decir como el Apóstol: «Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos.»
Que así sea.