«Los detendrán, los perseguirán, … a causa de mi nombre.
Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir…. Gracias a la constancia salvarán sus vidas.»
La advertencia del Señor es contundente. Y sus palabras finales de aliento, muy necesarias para nuestros frágiles espíritus.
Decimos con la imitación de Cristo:
«Señor, aunque algunas veces me dejes en diversas tentaciones y adversidades,
se que todo lo ordenas para mi provecho: que sueles en mil maneras probar a tus escogidos. Y tanto debes ser loado y amado cuando me pruebas, como si me colmases de consolaciones celestiales. En ti pues, Señor y Dios mío, pongo yo toda mi esperanza y refugio, y en ti, Señor, pongo toda mi tribulación y angustia.»
Ese es el tipo de constancia que nos pide el Señor Jesucristo en el fragmento de su Evangelio que leemos hoy.
También San Agustín ha escrito hermosas y reconfortantes palabras sobre el tema que el Señor nos trae en este texto:
«Escuchemos también nosotros, la voz del Señor que desde lo alto nos exhorta, nos consuela; escuchemos la voz de aquel que tenemos por padre y por madre (cf v.10). Porque él ha oído nuestros gemidos, ha visto nuestros suspiros, ha sondeado los deseos de nuestro corazón, «la sola cosa que pedimos» (v.4).
Gracias a la intercesión de Cristo, acoge favorablemente nuestra única oración, nuestra única petición. Y mientras acabamos nuestro peregrinaje en este mundo, aunque la ruta sea larga, no dejará de darnos lo que nos ha prometido. Nos dice: «Espera en el Señor».
El que nos lo ha prometido es todopoderoso, es verídico, es fiel. «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v.14). No te dejes, pues, turbar.»
Que así sea.