– «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!»…
– «¿Qué quieres que haga por ti?».
– «Señor, que yo vea otra vez»…
– «Recupera la vista, tu fe te ha salvado».
En la belleza de este diálogo entre el Señor Jesucristo y el ciego de Jericó, podemos ver y sentir toda la grandeza de la luz de Dios que entra a la vida de las personas.
En Cristo la vida del ser humano tiene luz, toma sentido y se llena. Sin Cristo la vida es oscura, confusa y vacía.
El vehículo que nos transporta hacia Dios es la fe. La fe nos salva.
La manera de buscar a Dios es la humildad, pedir reconociendo la grandeza y el poder de aquél que todo lo puede, que todo lo sana.
«Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, es el médico que procura nuestra salvación eterna y que tomó sobre sí la debilidad de nuestra naturaleza para que no fuese eterna. En efecto, asumió un cuerpo mortal en que dar muerte a la muerte…
Del Apóstol San Pablo son estas palabras: «Y puesto que ya no muere, tampoco la muerte tendrá dominio sobre él.»
Todo esto lo conoce perfectamente vuestra fe. De donde se sigue también que sabemos que todos los milagros que realizó en los cuerpos nos sirven de advertencia para que, a partir de ahí, percibamos lo que no ha de pasar ni tener fin.
Devolvió a los ciegos los ojos, que ciertamente alguna vez habría de cerrar la muerte; resucitó a Lázaro, que iba a morir otra vez. Y todo lo que hizo en beneficio de la salud de los cuerpos no lo hizo para que fuesen eternos; aunque, no obstante, aun al mismo cuerpo ha de dar al final la salud eterna.
Mas, como no se creía lo que no se percibía por los ojos, mediante estas cosas temporales que se veían, edificaba la fe en las que no se veían.» (San Agustín, Sermón 88).
Recemos al Señor con el Ciego de Jericó: «¡Señor, que yo vea!».
Que así sea.