«Todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.
Querer estar siempre adelante, ser más que otros, necesitar del aplauso, del reconocimiento, todo esto viene de una pobre relación con Dios.
Quién se siente dolido frente a los desaires del prójimo, quién prueba dificultad para perdonar ofensas, para olvidar desprecios, muestra un síntoma claro de un orgullo que cierra el camino a la amistad con Cristo.
El orgullo fue el primer pecado por el que los ángeles rebeldes se condenaron y se hicieron enemigos de Dios.
Por el contrario la humildad es el signo de comunión con el Espíritu Santo que podemos ver en María, en todos los profetas y patriarcas, en los Santos de la Iglesia, y en Dios mismo encarnado, Cristo Jesús, pobre, humilde, despreciado, torturado, muerto en la crueldad de la Cruz, que desde la misma Cruz pide a Dios perdón para los «que no saben lo que hacen».
Es que el orgulloso, el que está lejos de Dios, el que sigue las inspiraciones del tentador, no sabe lo que hace. Por ganar algo efímero, pierde toda la eternidad; por reafirmar su pobre yo, renuncia al nosotros con el mismo Dios.
El mundo llama bienaventurados a los que abundan en riquezas y honores, que viven regocijadamente y no tienen ocasión alguna de padecer. Pero Dios ama a los humildes.
El mundo espera un campeón, una estrella, un jefe, un exitoso, uno que se lleva todos los aplausos. Pero Dios es un sencillo hijo de carpintero, uno que «no tiene donde apoyar la cabeza», uno que es odiado por los poderosos, y al que el mundo paga con una condena injusta, cruel y que lleva a una muerte infamante.
La lógica de Dios al mundo parece locura. Pero es lógica perfecta. Si Dios todopoderoso tolera nuestra libertad, y no se impone o nos destruye a pesar de nuestro pecado y rebeldía, es porque el amor es mas fuerte, no porque no pueda.
Dios podría destruirnos, pero no lo hace. En cambio tantas veces nosotros, cuando podemos hacer el mal sin sufrir consecuencias, hacemos el mal sólo porque podemos.
Se necesita ser muy humilde para poder sentarse adelante y elegir sentarse atrás. Para poder llevarse los méritos y en cambio dárselos a otro. Para poder correrse a un costado, dejar el protagonismo y permitir a otros que ocupen nuestro lugar.
Pero esa humildad es la misma que se necesita para entrar al Cielo. Es la que el Señor nos manda cuando dice que «es más difícil que un rico entre al Cielo, que un camello pase por el ojo de una aguja».
«Ojo de aguja» era la puerta baja de una casa del tiempo de Jesús, por la que podían entrar las cabras, los perros y otros pequeños animales domésticos, pero por la que un camello mal podría pasar sino arrodillado.
Si entendemos esta expresión, tendremos mucho cuidado en custodiar en nosotros el tesoro de la humildad.
Pidamos al Señor por intercesión de la humilde entre las humildes, la Santísima Virgen María, que actuemos siempre pensando en Dios que nos mira, sin buscar otra cosa que servirlo en todo lo que hacemos. Esa es la llave del Cielo.
Que así sea.