«¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven!»
Ver a Cristo. ¡Qué felicidad!
Felices fueron los discípulos en el tiempo en que el Señor vino a la tierra, porque convivieron con Él, Dios mismo encarnado.
Pero como vemos a lo largo del Evangelio, y muy en especial en el pasaje del encuentro del Señor resucitado con los discípulos de Emaus, aún los discípulos, veían sin ver.
Veían los milagros, veían la autoridad de Cristo, sentían el poder que el Señor les daba para someter a los demonios, pero finalmente no entendían nada.
No entendían de dónde venía la salvación. No comprendían como la obediencia en la Cruz podía ser el camino querido por Dios, aceptado voluntariamente por ese Mesías al que imaginaban triunfal en un sentido mundano.
No entendían. Pero a pesar de todo Jesús dice al Padre su alabanza por: «… haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.»
¿Pero que era esto que esos pequeños conocían, y que los sabios y prudentes no?
Ya dijimos que aún no entendían ni aceptaban la pasión de Cristo, y sabemos que luego fueron incrédulos, al grado de necesitar muchas pruebas antes de creer en la resurrección.
Entonces no era esto lo que Cristo agradecía al Padre.
Lo que esos «pequeños» discípulos conocían, era la necesidad de dejarse guiar por Dios, algo que los supuestos sabios y prudentes del mundo habían olvidado.
Hoy también podemos olvidar ese pequeño gran detalle. La importancia de ser humildes y dejarnos guiar por Cristo aunque no entendamos del todo, aunque rechacemos las cruces que nos tocan en la vida. Aunque no seamos casi nunca dignos imitadores de Cristo.
Con querer ser Santos, con querer dejarnos moldear por el alfarero, con estar abiertos a la Gracia, ya el Señor alabará al Padre por hacernos conocer la necesidad que tenemos de su Gracia.
Y la humildad nos hará amigos de Dios, poderosos en la vida del Espíritu, no por fuerza propia, sino por reflejo de ese Jesucristo, frente al que ceden todas las potestades y dominaciones.
Que nuestra madre del Rosario, vencedora en la lucha del Espíritu por humildad y obediencia, nos lleve por el camino del seguimiento auténtico, aquél que pisa la cabeza de la serpiente, y acompaña a Cristo aún en la Cruz, para acompañarlo también en su resurrección.
Que así sea.