“Joven, yo te lo ordeno, levántate”.
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: “Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo”.
Otra vez la potencia de Dios que asombra y atemoriza a quienes son testigos de su obrar.
El Señor Jesús conmovido de la tristeza de la viuda de Naím, resucita a su hijo que llevaba un tiempo ya muerto y que era conducido dentro de un féretro para su sepultura.
Tres resurrecciones obradas por Cristo nos detalla la Biblia:
La de la hija de Jairo, donde el Señor da vida a la niña apenas muerta en su lecho. San Agustín interpreta este Evangelio comentando que es la imagen del pecador que muere por el pecado del pensamiento. Podríamos decir, que es una muerte súbita, no es una muerte esperada. Y es que, el pecado de pensamiento, se presenta también en nuestra mente así, de forma ”súbita”.
La resurrección que hoy nos narra el Evangelio del día, del hijo de la Viuda de Naím, ya dentro de su féretro. San Agustín interpreta esta situación como la del pecador habituado a pecar, de obra. Hemos de recordar que “el salario del pecado es la muerte”, nos dirá san Pablo; es la muerte del alma(Rom 6,23).
Y la resurrección de Lázaro, luego de varios días de haber sido puesto en el sepulcro. La interpretación de san Agustín es la de una persona que vive “habitualmente” en pecado; está totalmente muerta su alma. Es un vivir de permanente ausencia de Dios.
Hay aquí una gradualidad, en la que se rebela hasta cuánto el poder de Dios es capaz de sacarnos de la muerte espiritual del pecado, al tiempo de ver cómo a su vez es capaz el Señor de vencer a la muerte.
«La vida interior se compone de muchos sucesos como los de Naín. Resucitar, ¿qué es sino comenzar y volver a recomenzar? En la vida interior estamos resucitando a cada momento, con actos de contrición, de dolor y de reparación» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, apuntes de la predicación, 23-IX-1962).