Comentario del Evangelio, San Lucas 7,1-10 Católico

Entremos en la Palabra del Señor. "Porque la letra mata, pero el Espíritu da vida".

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«Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor.

Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole:

“El merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga”.

Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos:

“Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará.»

Este pasaje es muy importante para entender el mensaje de Cristo en dos sentidos.

Uno importantísimo, que es la necesidad de tener la fe del Centurión para dejar que Dios sea Dios en nuestras vidas, capaz de obrar los mayores prodigios si lo pedimos con humildad y siempre que lo que pidamos colabore a nuestra Santidad.

El otro aspecto, la universalidad de la llamada de Dios, que va más allá de los prejuicios de raza o nación.

Ya no será el Pueblo elegido, por su descendencia carnal de Abraham, sino que será el nuevo nacimiento, en el Espíritu de Dios, el que unirá su Pueblo, y delimitará quienes son «los suyos».

Para entender esto debemos partir de un dato histórico. La fe de Israel nació y se desenvolvió en un pequeño pueblo, que creció rodeado de otros pueblos, con creencias politeístas y supersticiosas.

Es decir, había una razón para la distancia que ponían los judíos con los extranjeros, a través de leyes de pureza, que les impedían tener ciertos tratos con los no judíos, y hasta con los judíos publicanos que no practicaban la ley.

En ese sentido es que el centurión, que bien conocía la ley judía, sabía no era digno frente a la ley de Moisés, porque como romano no judío era fuente de impureza para el judío que tuviera trato con él.

Los Israelitas tenían mucho cuidado en esto, y hasta nuestros días lo vemos en varias comunidades de judíos ortodoxos, que tienen limitaciones en el trato con las personas ajenas a su comunidad.

Quienes así pensaban en tiempos de Cristo, no hacían nada malo ni discriminaban a nadie, sino que respondían a las leyes que Dios había dado a Moisés, y con ello buscaban no contaminar la manera de creer, la forma de vivir las leyes del Dios verdadero, amenazadas por tanta idolatría e ignorancia que los rodeaba..

A pesar de ello, la Biblia nos cuenta como tantas veces, el pueblo de Israel fue infiel a su Señor, y cayó en la idolatría, o en la negación de la fe por cobardía.

A la vez la Sagrada Escritura nos cuenta casos de resistencia heroica, para no contaminar la fe, de mártires como los Macabeos y el anciano Eleazar, o de valientes que fueron preservados por el Señor, como Ananías, Misael y Azarías, tres jóvenes judíos que durante el exilio, desafían la orden del rey Nabucodonosor II de Babilonia de que se inclinen y adoren un ídolo de oro y son sentenciados a morir en el horno ardiente, del cuál el Señor los salva.

La vida de la Iglesia de Cristo, en estos últimos 2.000 años y hasta nuestros días nos habla de esta fidelidad, en el ejemplo de tantos mártires que se negaron a renegar de la fe, y pagaron por su testimonio con su vida, muchas veces entregada luego de crueles torturas.

Es en este sentido que debemos entender la llamada universal que el Señor hace en el pasaje de hoy curando al servidor del Centurión. Es una llamada abierta, pero que no traiciona, llama a todos, pero a todos los que llama pide humildad y sumisión a la verdad.

El Centurión es humilde, intuye que en ese pueblo judío se daba adoración al verdadero Dios, y reconoce el Poder de Cristo.

Por ello no va él u otros romanos a hablar con Cristo, sino que pide que lo hagan por él, los ancianos judíos del lugar. Ellos son los que relatan al Señor cuánto había hecho el centurión por la Sinagoga.

Y luego en un supremo acto de fe, este centurión de origen pagano, pero ya converso por su fe, da una lección que recordamos cada domingo en la misa.

No somos nosotros los dignos, sino que es la Gracia de Dios la que nos toca y nos eleva.

No es la de Dios una promesa carnal, que se hereda por ser hijos de este o descender de aquél, sino que es el reconocer a Cristo como Dios, y seguirlo como tal lo que nos hace acreedores del Reino donde recibiremos la sanación eterna.

Pidamos al Señor la Gracia de renovar cada Día nuestras promesas bautismales, recordando que ellas son la puerta de entrada a un Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos de Dios, y dignos de sus promesas.

Que así sea.