El Evangelio de hoy nos habla de qué tan exigente es el llamado de Cristo.
El Señor Jesús responde a la pregunta del joven rico, sobre qué cosas debe hacer para conseguir la Vida eterna:
La primer respuesta del Señor es simple:
«Cumple los Mandamientos”. “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Pero el Joven rico, intuye que a pesar de haber hecho todo esto aún le falta más, y pregunta al Señor sobre que es ese algo más por hacer.
“Si quieres ser perfecto, le dijo Jesús, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme”.
La respuesta del joven fue irse entristecido, porque tenía muchos bienes y estaba apegado a ellos.
El Señor nos llama a seguirlo sin condiciones, a que en el camino sigamos sus huellas en todo, aún cuando esto nos signifiquen renunciar a lo que el mundo valora, a las falsas seguridades de bienes materiales, orgullo social, honra mundana, poder.
Es en ese estar disponibles al ciento por ciento que cumplimos realmente en Espíritu los mandamientos de Dios. Y es así como desaparece la tensión entre la voluntad de Dios y la nuestra personal.
Y es también en ese estar dispuestos a todo lo que Dios pida, como María frente al anuncio del Ángel, y más perfectamente aún, como Cristo durante toda su pasión, que la paz del Señor llega plenamente a nuestras vidas.
Por ello el Señor ensalza tantas veces a los humildes. Porque sólo los humildes se ríen de sí mismos, y dejan a un lado su propia hoja de ruta para la vida, y siguen con toda fe y confianza el mapa que el Señor nos da.
Ese mapa que encontramos en las escrituras, en el catecismo y magisterio de la Iglesia, en la vida sacramental y de misa frecuente, en la práctica de las virtudes cristianas, en el testimonio amoroso dado en la comunidad.
Pidamos al Señor la Gracia de que, en cada día de vida que nos quede, seamos menos apegados a nuestras cosas, ideas y pensamientos, y más disponibles a su llamado.
Qué antes de enojarnos por algo, contrariarnos, apasionarnos, desear, entristecernos o alegrarnos, nos preguntemos que quiere el Señor de nosotros en esa situación.