El evangelio de hoy presenta dos breves parábolas con las que el Señor continúa a instruirnos más acerca de su Reino.
La parábola primera nos dice: «El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo”.
Esto significa que el tesoro, el Reino, ya está en el campo, ya está en la vida. Está escondido. Pasamos y pisamos por encima sin darnos cuenta.
La segunda parábola es semejante a la primera: “El Reino de los Cielos es semejante a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra.”.
Tanto el que encuentra el tesoro sin buscarlo, como el que busca la perla y la encuentra, tienen el mérito de reconocer el valor de su hallazgo, y dar todo de sí para lograr el premio.
Verdaderamente sabio es quien sabe reconocer el gran valor del Reino de Dios y por él deja todo.
Sabiduría es el don de alzar la mirada de estas cosas terrenas y caducas, y contemplar la eterna Verdad, que es Dios, amándolo y deleitándonos en Él, sabiendo que Él es todo nuestro bien.
El tesoro escondido es el mismo Cristo, la perla preciosa es Jesús. Él es la salvación que nos llama a aprovechar la oportunidad, y nos avisa con insistencia para que no la dejemos pasar.
«Quien cree en mí, aunque muera, vivirá», dice Jesús. Este es el gran premio por el que vale realmente la pena vender todo, hacer cualquier sacrificio que sea necesario para ganar la vida eterna junto a Él.
Tenemos que evitar el peligro de la ceguera espiritual, buscando encontrar siempre un espacio en nuestro día para Dios, para escucharle y hablarle. Que no sea que por falta de vida de oración, perdamos la oportunidad, y el tesoro pase frente a nuestras narices sin que lo notemos.
Con la ayuda de la gracia, reforzada por la oración, debemos rechazar las baratijas con las que el diablo nos quiere quitar la fe; los espejitos de colores que vienen del orgullo y de la presunción, de las modas y de los conformismos, y de ciertas tentaciones disfrazadas de cosas buenas.
«El joven rico del Evangelio, después de que Jesús le propuso que dejara todo y le siguiera, se marchó triste porque estaba demasiado apegado a sus bienes (cf. Mt 19, 22)…»
«San Agustín, de joven buscó con gran dificultad, por largo tiempo, fuera de Dios, algo que saciara su sed de verdad y de felicidad…»
Pero al final de este camino de búsqueda comprendió que nuestro corazón no tiene paz hasta que encuentra a Dios, hasta que descansa en Él.» (cf. Las Confesiones 1, 1).»
«Quien sigue a Dios no tiene miedo ni siquiera de renunciar a sí mismo, a su propia idea, porque «quien a Dios tiene, nada le falta», como decía santa Teresa de Ávila…»(Extractos DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI – Sulmona -4 de julio de 2010).
¡No tengamos miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Abramos las puertas de nuestro corazón y nuestra voluntad de par en par a Cristo, y encontraremos la verdadera vida.
Pidamos a Dios, la gracia de saber dar nuestro sí incondicional a su Voluntad, como hizo nuestra madre la Santísima Virgen, a cuya intercesión nos confiamos. Ella es maestra de fe, en ese estar dispuestos a perder todo para ganar aún más.