Cuando por no escuchar al Señor nos tenemos que golpear para aprender:
¡Cuántas veces en la vida nos hemos sentido dueños de nosotros mismos, y en un momento, de repente, perdemos todas nuestras seguridades, no sabemos más que sucede a nuestro alrededor, no entendemos nada!
Todos hemos pasado alguna vez en la vida por algo más o menos así. Y muchos de esa experiencia hemos recibido el conocimiento, la inspiración, la fuerza para encontrar un camino en la vida.
Y algunos de nosotros, por Gracia de Dios, en medio de la tormenta, hemos escuchado alguien que nos llama más allá de nosotros, alguien que nos indica un camino, alguien que da por fin un sentido claro a nuestras vidas.
Alguno de nosotros hemos recibido de los golpes a los que nos llevó nuestra necedad y nuestro Orgullo, la gran Gracia de iniciar un camino de Conversión.
Pensemos en el soberbio e intolerante Saulo de Tarso, persiguiendo en forma implacable a los Cristianos.
Cómo su camino de certezas fue drásticamente interrumpido. El que todo creía saberlo, que había divido el mundo en dos, y dejado del lado del “mal” a los seguidores de ese “Jesús” que tanto lo inquietaban. Él que había estudiado la “Torá”, la ley de Dios, tantos años con los más renombrados maestros de la ley. El que había conseguido posiciones de poder frente al Sanedrín.
Ese mismo Saulo, caído del caballo, en medio de la ruta a Damasco, ciego y aturdido, confundido por aquella voz que le decía:
“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”
Y Saulo, qué en el borde del estupor, pregunta: “¿Quién eres, Señor?” Y abriendo por primera vez la puerta a Dios, desde la humildad, escucha a un Dios, al que Saulo, a pesar de todos sus años de estudios aún no conocía, y al que ya empezaba a intuir como su Señor.
Y en ese momento recibe la primera luz, aún con los ojos cerrados, aún ciego y aturdido, la instrucción del Señor que llega clara, “Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate. Entra en la ciudad y ahí se te dirá lo que tienes que hacer”.
Parece como si el Señor le dijera: Haz lo que te digo, y no quieras tener el control, yo te diré que hacer en su momento, comienza un nuevo camino de vida, ya sin tu caballo, vive en humildad.
Saulo, que recibía en ese momento, un nuevo nombre, Pablo, el gran apóstol de las gentes, grande desde la humildad.
El ya sabría para el resto de su vida terrenal, que sus méritos humanos no fueron los que lo llevaron a la luz, sino pura Gracia de Dios. Ya sabría que de ser un violento, un perseguidor del Amor, un ignorante en su soberbia, había recibido igual la confianza de Dios, cuya misericordia abrió sus ojos en el momento de mayor oscuridad.
Esa experiencia, es una más de tantas historias, donde la puerta chica, la de la humildad, se abría a un Dios que nos estaba esperando desde el principio, sin pedirnos nada de grandeza, nada de mérito, sino simplemente, la humildad de dejarse guiar.
Ese momento no se olvidará más. Aquél en que el Señor nos hace perder todas nuestras falsas certezas por Amor, para que lo dejemos vivir en nosotros, para que escuchemos su palabra y busquemos con alegría ponerla en práctica.